Camilo por las veredas de los Pinos, 4 horas antes del reencuentro.
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Todos
queremos pensar que somos especiales en algún sentido, pero no podemos estar
más equivocados. Sí, para nuestros padres somos los más queridos, para nuestras
novias, los más amados; para nuestros amigos, los más fieles; pero si analizamos
con detalle, caeremos en cuenta de que todas esas cualidades extraordinarias
son producto de la situación. Somos intérpretes de la felicidad de otros, un
público minoritario que se siente igual de especial, hasta que testifican vidas
ajenas más exitosas y felices que las propias. ¿A algo tenemos que sujetarnos
para darle significado a nuestras vidas, no?
Sólo
para que conste en el registro: No creo que sea especial, ni único, de todas
formas no es sólo de mí de quien quiero hablar. Me resulta molesto exponer las
fragilidades de otro, porque tiendo a mostrar de manera muy cruda las
situaciones y el lenguaje que usa la gente sobre la cual escribo, entonces me
es necesario admitir que estoy al mismo nivel de ellos, o tal vez un poco más
bajo. Todo eso para calmar a mi conciencia moral. Con luz verde mental puedo
empezar diciendo:
Hay
algo que no va bien conmigo.
Un
poco antes de cumplir los 30, empezaron a disgustarme muchas cosas que antes me
parecían interesantes: la vida nocturna de los fines de semana, recorrer
centros comerciales, conocer nuevas personas, viajar y estar acompañado. Recuerdo
el día en que descubrí que me gustaba estar solo. Regresé del trabajo y
descarté una reunión navideña para
quedarme en casa fumando marihuana y viendo una película. Ingerí un desinflamatorio y me acosté, pues me dolía la
pierna derecha. En el momento en que los químicos empezaron a relajar mis
músculos, me convencí mortalmente de que nada era más importante que dormir. A
causa de eso tuve una discusión muy fuerte con Joselin, quién esperaba que la
acompañase a la celebración en casa de una de sus amigas comunistas de salón.
No
me gusta la compañía de esa gente. Desde hace meses tampoco la de Joselin, mi
pareja.
La
prueba más fehaciente es esta huida. No dejé nota de despedida. Tomé un bolso y
lo llené con lo básico; abrí la puerta y cerré despacio para que ella no me
notara. No soporto la idea de una vida entera con otra persona. Me aterra
despertar todos los días junto a un cuerpo que no es el mío y masticar el
fastidio latente hacia una mujer que ante mis ojos perdió su gracia hace mucho
tiempo.
Por
eso huyo, para evitar los dramas cansones, las explicaciones poco convincentes
y la posibilidad de que, como varias veces pasadas, me arrepienta por comodidad
y pena; y vuelva al ciclo de nunca acabar.
Puedo
decir con certeza que ha llegado el momento en que he perdido definitivamente
todos mis ideales con respecto a asuntos vitales y por un lado me siento liberado de una gran
carga. Por otro lado me siento estafado, la puta sociedad, los medios de
comunicación, mi propia familia y… mierda, claro está, mi falta total de
sentido común; todos estos factores han contribuido llevar ideales de vida que
no han servido para ni verga. Mencionaré algunos de mi experiencia personal
para ejemplificar mi punto: Sé que más vale un cuerpo bien definido que la
personalidad más atrayente para culear a cualquier pelada. Sé que importa más
una buena palanca que todo el talento y el empuje laboral que le pongas a un
empleo para conseguirlo y de por sí mantenerlo. No me cabe que duda que hay momentos en que mentir es una
estrategia que simplifica mucho pero mucho la vida, omitir información entra en
la colada también. Que detrás del culo más rico del mundo, hay un hombre que
está harto de comerse ese culo. Y la mentira más grande de todas: El matrimonio…
las canciones de amor y las películas románticas desde pequeño te venden la
idea de que casarse es el punto culminante de una relación feliz. Que después
de un tiempo prudencial de relación lo correcto es casarse. Pues yo digo: ¿Por qué
el final feliz de una relación no puede ser la separación? Es el año 2010 y la
familia ha muerto, el presidente de USA es negro, el Papa es latino y el
matrimonio homosexual es legal y aprobado en muchos países del mundo. Así que
lo que propongo no es tan descabellado, estoy mortalmente seguro de eso.
Es
época de invierno en Guayaquil. Mientras atravieso las cuadras que me separan
de mi nuevo escondite, la garúa hace su trabajo y la brisa huele a hojas
frescas. Hay gente en las calles, pero sólo noto a las mujeres. El ruido de los
vehículos empieza a ambientar la zona. Sigo caminando, observando y pensando.
Ahora
como nunca, resuenan las palabras de Tomás en mi cabeza: “Camilo, cuando
convivas con una mujer sabrás lo que es culear sin ganas”
Huir
es cobarde, lo sé. No comprometerme seriamente en una relación a los treinta
años, según la puta mayoría también lo es.
Pretendo
salvarme del patetismo admitiendo errores. Lo más seguro es que encuentre otro pretexto para mantener y
definir de una vez toda la porquería que llevo dentro. Lo bueno de tener una
vida mediocre es que puedes hacer lo que quieras con ella, pues no hay
parámetros sociales muy altos que llenar.
Retiro
el chip antiguo de mi celular de su lugar habitual y lo guardo en mi billetera,
paro en una tienda y compro uno nuevo.
Hay
cosas realmente erróneas en mí. Digo “realmente”, porque antes pensaba, que
eran normales, pasables o justificables por el ineludible desatino del ambiente
en el que vivo y viví. Nombrarlas todas haría más llorona y cansona esta
historia, pero para muestra un botón:
Casi
toda mujer medianamente arreglada y joven que veo, me apetece, excepto Joselin.
Pero me apetece de una manera totalmente pornográfica. Nada de sof ni explicit,
total jarcor[1].
No
soy obvio, capturo la imagen de lejos con la mirada, y después imagino. Miro un
poco más, para reunir material y completar las escenas de manera más clara y
eficiente, e imagino un poco más.
Esa
avidez ilusoria por la carne, esa curiosidad por recorrer cada cuerpo, por
conocer en detalle cada recoveco del mismo. Asaltan, sí, asaltan es la palabra
adecuada, porque no hay elaboración previa en mi pensamiento. Por eso, algunas
veces salir a la calle, puede ser una tortura gustosa, como ahora.
Algunas
veces las veo a los ojos, esperando encontrar en ellos, algún indicio de
interés, tal vez alguna sonrisa cómplice de deseo.
Soy
un inválido social, lo reconozco por obligación de la edad, más que por
victimizarme o por buscar una salida razonable a mi erróneo comportamiento. Esta
huída tiene un atractivo misterioso, casi místico, casi redentor para mí,
aunque sé simplemente que es evidencia de mi extendida inmadurez hacia todas
las cosas. En otro momento tal vez lidie con eso, admitir errores no salva
simplemente, siempre existirá esa parte de uno que se envuelve en pereza cuando
una alarma de cambio aparece.
Mi
alarma es el matrimonio.
Ahora
voy a un sitio donde se premia la
holgazanería.
El
ambiente comercial que brinda la clase media baja Guayaquileña tiene un
tercermundismo que enamora, los aromas: el café pasado, el pan salido del horno
y el de la brisa helada de la mañana mezclada con el humo quemado de los vehículos.
La gente y la comida: pequeñas multitudes agrupadas en las paradas de la
Metrovía, familias sentadas en los diferentes locales desayunando. La
acostumbrada cola que desborda los límites del local de encebollados. Púberes
uniformadas con el cabello húmedo oliendo a chicle y vainilla, subiendo a
saltos al interior de los buses. Un par de indigentes echados en áreas verdes,
cobijados por gruesos cartones, abrazando fundas de basura en lugar de
almohadas.
Las
gastadas fachadas de los condominios multifamiliares de los Pinos siguen
intactas desde hace 13 años, los parques que una vez fueron escenario de recreación
infantil están ocupados por grandes cachivaches: muebles viejos, llantas con
agua estancada y letreros oxidados. En uno de los árboles, hay un rótulo
clavado con la siguiente advertencia: NO ZEAS PUERCO, NO VOTES VASURA EN EL PARKE.
Estoy
frente al lugar. Aquí nos reuníamos con Johnny y el dueño del piso, Toto. Esta
fue la guarida de decenas de fugas en nuestros últimos tiempos de colegio.
Tenía tantas expectativas en esa época, ¿y ahora?
Ningún
plan de vida. Lo que estudié en la universidad no me emociona, tampoco me
desagrada. Al fin de cuentas no
significa mucho para mí. Es como un álbum de cromos que cuando se completa, se
guarda. Y queda allí, como un lujo que se muestra a los amigos cuando nada más
resulta interesante.
Mi pana Toto, es un aniñado venido a
menos. No es un aniñado tirado a cholo como los amigos de Joselin, quienes
aparentan tener menos en convenientes situaciones como índice de superioridad moral
e intelectual. Tampoco es un cholo tirado a aniñado como un gran porcentaje de
urbano marginales, autores de fotos en redes sociales que los muestran con ropa
deportiva carísima modelada en habitaciones con paredes de caña. Los
cholos tirados a aniñados buscan vivir una realidad de la cual están muy
alejados. Los aniñados tirados a cholos no. Ellos ya viven la realidad tan
imposible para sus contrapartes. Así que se dedican a hacerle saber a los cholos
que son igual a ellos, pero un poquito mejores.
Él es un aniñado venido a menos, por su pereza
y malas elecciones en la vida. Él es responsable por su pereza, pero nadie por las malas elecciones. Una vez que tomas
una decisión y pulsas un comando en la realidad, no hay segundo intento como en
los videojuegos (dice él). Tiene sus
arranques neuróticos de vez en cuando, pero no jode la existencia de los demás
para que no se la jodan. Eso lo hace en gran parte soportable como persona.
Aún
vive en el tercer piso de este condominio familiar. De las 5 propiedades que los
padres de Tomás ponen en alquiler y poseen, esta es la única situada en un
barrio de clase media baja. Del dinero que produce el resto, $360,00 son
depositados todos los meses en la cuenta bancaria de mi pana. El portón del
bloque está abierto, cruzo miradas con un residente que me inspecciona de pies
a cabeza y me pregunta dónde voy. Buenos días, al tercer piso, donde Tomás
Velásquez, le contesto. Los escalones tienen montículos de desperdicios y polvo
arrimados en las esquinas. Del lado de los pasamanos carcomidos, una hilera
fina de gránulos marrones adornan el borde los
escalones como si alguien los hubiera esparcido apropósito. Las mascotas
de los inquilinos dan a notar su existencia por el hedor seco de sus
excreciones, sólidas y líquidas.
Estoy
frente a su puerta, el letrero de anti-proselitismo religioso colocado en la
mitad superior y el olor del cigarrillo que se filtra por debajo de la misma,
me avecinan cosas buenas.
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